La historia que os contaré a continuación no la escuché en ninguna parte, no la leí en ningún blog, la historia que viene a continuación es la mía propia.
Es la historia de una mujer que se convierte en madre, un marido que sostiene cuando el mundo se derrumba y una MAESTRA llamada Olivia Dana que decide nacer “antes” convirtiendo esta experiencia en la mayor prueba y el mayor aprendizaje de mi vida, en el cual aún me encuentro navegando sus aguas.
Dicen que los relatos de parto son sanadores para quien los escribe y para el que los recibe, y aquí estoy hoy, desnudándome ante vosotras y compartiendo el que fue el momento más feliz y a la vez desgarrador de mi vida.
La última vez que me senté frente al ordenador fue el tres de marzo y como si la vida tratara de prepararme para lo que iba a suceder, publiqué la imagen de una madre con su bebé prematuro en brazos practicando el “método canguro”. Quién me iba a decir a mí que unas horas más tarde yo tendría a mi bebé prematura en brazos.
Todo empezó el viernes día tres de marzo. Aquella noche yo me encontraba tumbada en el sofá y al moverme sentí que había mojado mis bragas. Inocente de mí, pensé que se me había escapado el pipí, pero la sorpresa fue cuando al levantarme para ir al baño, sentí el calor del líquido amniótico caer por mis piernas…aún hoy puedo recordar la temperatura exacta y la sensación.
No era pipí, sabía exactamente que era y que significaba. En aquel instante el mundo se me vino abajo, sentí muchísimo miedo, estaba tan asustada…tan solo estaba de 34 semanas y cuatro días, era muy pronto, no sabía si mi bebé estaba preparada para nacer, no sabía si sus pulmones iban a estar listos para llegar al mundo.
Mi marido me abrazó, yo lloraba, él me intentaba calmar pero también sentía miedo de lo que iba a ocurrir a partir de entonces.
Llamé a mi comadrona y me dijo que intentara estar todo lo tranquila que pudiera, que la bebé iba a estar bien, que 34 semanas no era tan poco tiempo, dentro de la prematuridad y que me fuera al hospital.
Llegamos al Hospital Parc Taulí de Sabadell, me atendieron enseguida en urgencias, primero una enfermera y al poco rato llegó la doctora que me hizo algunas preguntas sobre cómo había transcurrido el embarazo.
La doctora nos explicó muy bien la situación y nos dejó claro que la niña iba a nacer. Que no hacía falta ningún tipo de medicación para acelerar la maduración de los pulmones, ya que pasada la semana 33 según el protocolo no se pone nada y que con la bolsa rota iba a nacer si o si. No había manera de frenar el parto ni intentar aguantar a la niña dentro.
Mi marido Moi y yo estábamos en shock, no podíamos creer lo que nos estaba pasando. Nos habíamos preparado para un parto en casa, esperábamos a Olivia para mediados de abril, tranquilos y confiados. Sin idealizar el parto, había valorado que quizás terminaría pariendo en el hospital, porqué, y esto es algo que siempre digo a las mamás a las que acompaño, son los bebés los que deciden cómo, cuándo y dónde nacer. Me había preparado para cualquier cosa, pero jamás pensé en que iba a parir sin que el embarazo llegara oficialmente a término.
Allí estábamos, comprobando que difícil se hace confiar en la naturaleza cuando todo es tan incierto. Cuando el miedo recorre tu cuerpo, cuando tus planes se rompen y la realidad es tan diferente a la que habías imaginado.
Pero como si todo esto no fuera suficiente, como si no fuera difícil mantenerse en pie en un momento así, empezamos a recibir presiones por parte de la doctora cuando planteó nada más llegar la inducción al parto con medicación, justificando que “bolsa rota, se induce el parto por riesgo de infección para el bebé” proponiéndome a la vez un tacto vaginal.
Ahí empezó una lucha entre lo que queríamos para nuestra bebé conociendo perfectamente los efectos de la oxitocina en un cuerpo que aún no está de parto, y en lo que aquello iba a desencadenar. Sabiendo que los protocolos son maneras unificadas de trabajar y no “palabra de Dios”, dijimos que no, que queríamos esperar a que mi cuerpo hiciera lo que ya había empezado a hacer.
Vinieron hasta cuatro doctoras diferentes para intentar “convencernos” que inducir era la mejor opción porque con la bolsa rota la niña corría peligro de infección.Miedo, esa es la cultura de moda en todos los ámbitos, y en el mundo del nacimiento no iba a ser menos. Meter miedo, presionar a las mujeres a hacer cosas en contra de lo que sienten solo porque un protocolo lo dice.
En ningún momento me informaron de lo que inducir suponía, no mencionaron la cascada de intervenciones que viene a continuación, ni el alto nivel de mujeres que piden la epidural después de que la oxitocina sintética llegue al cerebro, ni la gran tasa de partos que acaban en cesáreas por intervenir en exceso. Nada, nada de eso, solo miedo y presión para hacer las cosas a su manera y proponiéndome firmar documentos de no conformidad y esas cosas que se dicen.
Y sacamos valor, valor para decir no todas las veces, con los ojos empañados y la respiración entrecortada pero mirándonos a los ojos y confiando el uno en el otro y los dos en ella. Olivia había decidido nacer y le íbamos a dar su tiempo. Las presiones cesaron cuando pronuncié: “Bajo mi responsabilidad, firmaré lo que tenga que firmar” (nunca me trajeron nada que firmar)
Evidentemente no olvidábamos que estábamos en un hospital, y que para conseguir cosas hay que ceder en otras, así es de momento, ojalá algún día ir a parir al hospital sea algo fácil y sin la necesidad de negociar tus deseos.
Conseguimos 12 horas de margen para ver si mi cuerpo se ponía en marcha pero accedí a que me pusieran antibiótico para prevenir infecciones. Teníamos tiempo por delante, una sala de partos preciosa, con pelota, silla de partos, aromaterapia, una liana, espejo, monitorización inalámbrica, mi propia música, un compañero irreemplazable y a Helena la comadrona de guardia que fue amor y comprensión en estado puro. Ella nos proporcionó la intimidad y la seguridad necesaria que son las únicas cosas que se necesitan para acompañar a una mujer de parto.
Durante las siguientes horas, bailé, reí mucho, me hice el amor, cantaba a Olivia, le hablaba, comí pizza, bebí infusión de frambuesa, Moi me daba masajes, nos besábamos, me acariciaba…una delicia, no cabía más amor en aquella sala, fue un momento único e irrepetible.
Fui capaz de hacer de aquel lugar, mi casa, mi hogar… puse mi propio altar, decoré la sala con imágenes que yo misma había pintado para el parto en casa. Llené con mi energía todo el espacio para darle a Olivia la mejor bienvenida, porque no importa donde sea, lo importante es que estemos presentes y conscientes, nuestros bebés no nos quieren perfectas, nos quieren auténticas.
Las contracciones no tardaron en hacerse notables, una tras otra como las olas del mar, gustosas, cada vez más seguidas e intensas, pero maravillosas…cada una me acercaba más a ella. “Vamos petitona, lo haces muy bien, no tengas miedo, estoy aquí contigo” le susurraba.
Nuestra pequeña Olivia Dana, nació el día 4 de marzo a las 20:34h con 2230gr, en un parto muy especial lleno de amor y magia, acompañada en todo momento por unos padres valientes, confiados y entregados a la vida, al amor y a ella.
Después de unos minutos de expulsivo muy intenso, vimos asomar su cabecita y en un pujo más el resto de su cuerpo. Fue el momento más increíble de mi vida, nunca antes me había entregado al universo de aquella manera. Cuando la vi, no podía dejar de llorar de emoción, tan despierta, con los ojos abiertos como platos, queriendo ver el mundo que tantas ganas tenía de ver, queriendo ver a su mamá igual que yo la quería ver a ella, pero no. No pudo ser…nada más salir de mi, se la llevaron a una camilla continua a la mía, para comprobar que todo estuviera bien, y en ese segundo una parte de mi alma se rompió, mi niña…necesitaba olerla, tenerla en brazos, sentirla, estar con ella, reconocerla.
Eran apenas unos metros los que nos separaban, unos metros que se me hacían demasiado largos y muchas manos interrumpiendo el momento más sagrado para una madre y su hija. En un par de minutos creo, porque yo estaba aún en otro plano, me la pusieron encima, y fue entonces, cuando acariciamos por primera vez a nuestra pequeña, que nos dimos cuenta que habíamos vivido toda la vida con las manos vacías.
Dos o tres minutos más tarde, se la llevaron a la Unidad de Neonatos, quedándome sola y vacía, sin mi niña. La razón podía entenderlo, pero no mi corazón. Y así es como se producen las heridas más profundas en las mujeres, en ese momento, todo ocurre tan rápido…que ni te das cuenta de cómo cedes tu poder a otros.
Después de 34 semanas juntas, sintiéndonos y soñando con vernos las caras… BOOM! De repente yo en el paritorio y ella en otro lugar. El vacío que se produjo en mi interior fue tremendo. Me faltaba una parte de mí, me faltaba ella. ¿Y ella? Recién llegada a un mundo que tantas ganas tenía de ver y así fueron sus primeras horas de vida. Sola en una cuna, sin el latido de su madre, ni los brazos de su padre.
Olivia no necesitó reanimación, ni oxígeno, ni respirador… nada que nos diera a entender que su vida corría peligro, ni que necesitara cuidados de manera urgente, no precisó incubadora. De hecho nos dijeron que si hubiera nacido de 35 semanas (le faltaban tres días para cumplirlas) hubieran actuado como en un parto a término y no hubiera tenido que ir a Neonatos.
Cuando conoces la realidad de los hospitales, cuando la misma comadrona te da las gracias por darle la oportunidad de vivir un parto así (un parto normal, natural), te preguntas, ¿Qué estará acostumbrada a ver? Realmente ¿cuán necesario fue todo lo que hicieron? ¿De verdad tenían que llevársela? No hubieran podido comprobar sus constantes con Olivia encima de mí? ¿De verdad era tan urgente y tan grave la cosa para no permitir que el cordón dejara de latir, tal y como pedimos?, ¿Será cierto que la placenta no me la dejaron llevar a casa porqué el protocolo dice que hay que mandar a analizar todas aquellas placentas de niños prematuros o era una simple excusa? ¿Por qué una vez se la llevaron a la Unidad de Neonatos no dejaron que su padre estuviera con ella haciendo piel con piel?
Lo cierto es que nunca en mi vida me había sentido tan vulnerable, tan frágil y diminuta. No era yo, la Laia fuerte, segura de sí misma, la loba, decidida y valiente. Era alguien distinta, si, ¡y tanto que era distinta! Era una mujer recién parida, que lo acababa de dar todo en un parto consciente, que había luchado hasta el final contra viento, marea y protocolos, una MADRE. Una madre rota por dentro con el corazón desgarrado a la cual habían separado de su cría, de su cachorra nada más parirla.
Estuve más de dos horas en la sala de partos, mientras tanto Olivia estaba en la Unidad de Neonatos. En todo ese tiempo la comadrona me estuvo sacando manualmente el calostro para que se lo pudieran dar a Olivia.
Moi y yo preguntábamos insistentemente cómo estaba Olivia y cuándo podríamos ir a verla. La respuesta era siempre la misma: “La niña está bien, cuando podáis ir me llamarán” y así los minutos se convirtieron en horas y yo cada vez me sentía peor.
Las primeras horas en este mundo y está lejos de cualquier cosa que hasta ahora haya conocido…que mal me sentía, que sentimiento de culpabilidad más grande. Y por fin Moi pudo ir a verla y un rato después me subieron a mí. Estaba nerviosa, que ganas de abrazarla de nuevo ¡por dios!.
Cuando entré en la Unidad de Neonatos, eran casi las doce de la noche, se respiraba un ambiente tranquilo y silencioso, aunque gran parte de las luces estaban apagadas, jamás vi tanta luz junta! Era la luz que desprendían aquellos bebés en sus cunitas, en las incubadoras…la luz de los valientes, de los luchadores, de los que se atreven a llegar antes de tiempo al mundo y entre todos aquellos valientes, allí estaba ella, dormida, con cara de paz, tranquila como si nada hubiera cambiado y aún siguiera dentro de mi vientre.
Que emoción verla de nuevo. Vino la enfermera a presentarse y a explicarnos las normas de la Unidad, la verdad que no la estaba escuchando, el tiempo se había detenido y solo tenía ojos, oídos y corazón para mi pequeña Olivia.
En un momento en que ella dejo de hablar, intuí que había terminado de explicarse, le pedí que si podía cogerla y me dijo que no, porque en ese momento dormía y porque necesitaba estar en la cuna térmica para que no cogiera frío.
Yo si me quedé fría al oír aquella respuesta. Y en vez de sacar todos mis argumentos y estudios científicos que demuestran que es mucho mejor el calor del piel con piel para la salud del bebé, que los bebés regulan mucho mejor su temperatura e incluso mejora el ritmo cardiaco y la saturación, entre otros muchos beneficios. Pues asentí como una niña desvalida, sin voz y tragué con aquella respuesta. Es más me invitó a irme a la habitación a descansar, ¿a descansar? Yo no quería descansar, solo tener a Olivia en brazos pero también asentí.
¿Quién era yo en ese momento?, ¿cómo es posible que con todo el carácter que tengo, con toda la información con la que cuento, estuviera aceptando tales cosas? Soy doula, preparo a las mujeres para que esto no les pase y me estaba pasando a mí. Sinceramente, sentía que aquel no era mi terreno, que las normas eran más fuertes que yo, y que yo aún seguía en el planeta parto.
Hasta la mañana siguiente no volví a verla, pasé la noche sola en la habitación porqué Moi tuvo que irse a casa a sacar a los perros a pasear un rato. Fue una noche extraña y larga. Llamé a las enfermeras de madrugada y les dije que necesitaba ver a mi niña de nuevo pero me dijeron que sola no podía ir porque estaba según ellas débil y podía marearme y el celador estaba ocupado. Me volví a conformar. Lloré y lloré, deseando que Moi llegará pronto para poder juntos ir de nuevo a verla.
La luz de un nuevo amanecer marcaba un nuevo comienzo, una nueva oportunidad para agradecerle a la vida el regalo tan grande que nos había hecho. Fuimos a ver a nuestra pequeña. Esta vez la cogí en brazos sin preguntar y la tuve conmigo todo el día y parte de la noche.
Olivia estaba bien, solo necesitaba una sonda para ser alimentarla porqué ella seguía durmiendo tanto como cuando estaba dentro y no sabía que ahora comer requería un esfuerzo por su parte, su ángel de la guarda, la Placenta ya no estaba junto a ella para proporcionarle los nutrientes necesarios, así que tocaba currar, pero mientras le hacíamos llegar el alimento a través de una sonda.
No voy a decir que los días que vinieron a continuación fueron fáciles, creo que aún fueron más duros. Pasábamos todo el día con ella, no era como lo habíamos imaginado pero estábamos felices de tener a nuestra niña con nosotros. Estábamos exhaustos, sin dormir demasiado. Además, yo estaba hipersensible, cualquier llanto desconsolado de algún bebé aunque no fuera el de Olivia me ponía en alerta y se me tensaba todo el cuerpo.
Con el corazón aún encogido, tratando de digerir todo lo ocurrido fuimos aceptando la realidad. La gente que nos quería, con la intención de animarnos nos decía que teníamos que estar contentos porque las dos estábamos bien y Olivia iba a estar bien cuidada. Bueno, con bien, la gente se refiere a vivas y sanas pero algunas veces las heridas que más duelen son las que no se ven. Y si, podía ser mucho peor. Hay casos realmente más duros que el nuestro, pero en ese momento nos dolía lo nuestro.
Pasaron tres días y a mí me dieron el alta, pero a ella aún no. Y tocaba volver a nuestro dulce hogar dejándonos el regalo más valioso que nos acababa de dar la vida en aquel hospital. No es lo propio, no es lo natural y duele, duele mucho. Aun recuerdo que al llegar a casa, me di una ducha y fue tan extraño…el momento ducha era uno de los que más me gustaba durante el embarazo, las dos solas, tranquilas y relajadas…era un momento muy íntimo, le hablaba, le cantaba, acariciaba mi barriga sabiendo que al otro lado muy cerquita estaba ella escuchándome. Que sola me sentí, ahora ella ya no estaba dentro de mí, ni siquiera en la habitación de al lado, eran kilómetros los que nos separaban y no podía evitar sentirme culpable por dejarla .
No se de dónde sacábamos las fuerzas, 12 días estuvo Olivia ingresada, observando su evolución y realizándole pruebas que por protocolo hacen a todos los niños prematuros para comprobar que todo esté bien. Doce días yendo y viniendo de casa al hospital y del hospital a casa, sin dormir, enganchada a Olivia y si no era ella era al sacaleches, comiendo de aquella manera y tirando como podíamos, deseando que las pruebas salieran bien, que lograse comer bien y nos la pudiéramos llevar a casa.
Nada fue como lo planeamos, la vida nos ha enseñado a soltar, a no querer controlar nada. La vida ES, igual que Olivia. Ella simplemente ES. No llegó antes de tiempo, llegó cuando tenía que llegar. No lo hizo a nuestra manera, lo hizo a la suya. Queríamos la mejor de las llegadas para ella, pero que sabemos nosotros de que es lo mejor o lo peor?
La herida por habernos separado al nacer, es más grande en mi que en ella. De eso estoy segura. Todo está bien y todo es perfecto, este ha sido mi mantra durante años y que difícil es seguir pensando lo mismo, cuando a tu manera de ver y de sentir todo te parece una mierda, una injusticia y que el universo de algún modo te está castigando.
Lo que ocurrió nos marcó para siempre a los tres, se que algún día miraremos atrás y lo recordaremos como un gran aprendizaje que nos hizo más fuertes y más humildes. Poco a poco sanaremos , porqué no hay nada que el amor no cure y de eso en esta casa nunca falta.