Carta al Hospital de Mollet y en especial a Y


Mi caso no tiene nada de especial, hay muchas mujeres que habrán vivido situaciones similares o mucho peores, pero después de casi 18 meses me he decidido. Voy a explicar el día en que Blai llegó al mundo. El día en que me convertí en madre. El día de mi parto.

Antes de nada, me gustaría dejar claro que en ningún momento quiero “saber más que un médico”. Valoro mucho su valor social y me siento terriblemente agradecida ante aquellos que vocacionalmente dedican su vida a sanar a los demás. Hace poco alguien me dijo que no nos quejamos lo suficiente y particularmente en este tema creo que hemos tomado la extraña decisión de compartirlo solo en grupos pequeños buscando la complicidad en otras madres (muchas, demasiadas) que han vivido experiencias similares.

Esto es una carta de reclamación que no pretende gran cosa. Quizás me conformo con que llegue a las personas adecuadas para que tomen medidas o, al menos, sean conscientes. Alguien me dijo una vez, en una de esas conversaciones llenas de hormonas y lágrimas en las que las madres entre confidencias nos confesamos nuestro dolor, que tu parto, igual que como salgas del super, depende de la persona que te atienda.

La diferencia principal es que al super vas una vez por semana y parir, pares una, dos (tres?) veces en toda tu vida. Quizás por esa singularidad, las mujeres merecemos que en nuestras partos las personas que nos atiendan se preocupen de respetarnos, de acompañarnos y de aplicar todos sus conocimientos, su experiencia, en conseguir que recordemos el día en que nos convertimos en madres (ya sea por primera i por quinta vez) como un día feliz (aunque doloroso, convulso, complicado y un largo etcétera). Y. no hizo nada de todo eso.
12 de mayo de 2015. Estaba en la semana 41+3 de mi embarazo y esa fue la fecha en la que programaron mi parto. Llegué al hospital feliz, después de un embarazo más feliz aun, después de una noche sin dormir esperando una contracción que desencadenara un parto normal para ahorrarme la inducción, pero aceptando que si los médicos habían decidido provocarlo sería lo mejor para mi y para mi bebé. Y. se presentó y me dio dos opciones: “Ponemos oxitocina o rompemos la bolsa para desencadenar el parto”.

Yo había leído que la oxitocina te precipitaba a la epidural y con mi ilusión por un parto natural, escogí la segunda opción. En la habitación dónde estuvimos mi pareja y yo, había una ducha, una cama y una pelota de Pilates. Suficiente para realizar el trabajo de parto. Desde las 9.30 hasta las 17 horas controlé el dolor. Escuchamos música relajante, respiraba, sonreía, mi pareja me hacía masajes en la espalda, “ahora a la pelota”, “me tumbo”, “viene otra”, “¿una ducha?”.

Todo iba genial incluso a pesar de las interrupciones de la enfermera y de Y. para comprobar con un tacto mi estado de dilatación y decirme con tono paternalista “Cariño, si no hace falta que sufras, te ponemos la epidural y ya está” o “qué ganas de pasar dolor… un pinchacito y a disfrutar!”. De verdad que estaba disfrutando de mi dolor, del calor de las manos de mi pareja y de sus palabras, de notarme capaz de parir.

Hasta que entró Y. de nuevo. Tocaba tacto. Estaba de 8 centímetros, creo recordar. Las contracciones eran cada minuto y yo necesitaba estar de pie para pasarlas. Me hizo estirar. Cuando iba a introducir los dedos, le dije: “Espera, viene una”. Y ella aprovechó mi dolor para llevarme a su terreno, para hacerme más vulnerable. Introdujo sus dedos y un fuerte calambre atravesó todo mi cuerpo. Pedí la epidural a gritos, sollozando. “¿Ves? Ahora todo irá bien”.

Y ahí, en ese punto, todo empezó a ir mal. Entró el anestesista y sonreí aliviada. Yo seguía pensando que todo era normal, a pesar de que no había conseguido un parto natural, me sentía feliz por haber llegado hasta ese punto. El buen ritmo que llevaba se paró con la oxitocina y allí, estirada, en algún momento medio dormida, esperaba feliz el momento en que Blai decidiera salir.

Me llevaron a la sala de partos con una segunda dosis de epidural sobre las 21 horas. Yo pensé (porque sentir, no sentía nada) que eso quería decir que Blai ya llegaba, pero aun quedaban un par de horas en las que tuve que aguantar frases como “Si no empujas tendremos que usar forceps” o “¿Es que no sabes empujar? ¡Con la boca no!” a las que yo respondía con voz llorosa de niña pequeña “No me digas eso…” o “Es que no noto nada”.

Recuerdo esas dos horas en instantes: maniobra de Kristeller, entra el ginecólogo, “si está de cara, este niño no puede salir, ¿cómo no te diste cuenta?”, entra el pediatra, forceps, el anestesista también mira, no noto nada, seguramente sonrío, me enseñan a Blai, se lo llevan a la habitación de al lado para examinarlo, lo oigo llorar, mucho, “¿Estará todo bien?”, por fin me lo traen, piel con piel, tiene la carita llena de marcas, morados y la cabeza apepinada. Blai llora, yo también. Lloró durante su primera hora de vida sin parar. Quizás no tuvo la mejor bienvenida.
Blai nació en el Hospital de Mollet el 12 de mayo de 2015 a las 23.16 horas. La comadrona que atendió el parto, Y., no supo acompañarme, ni respetarme, me infantilizó, me trató de tonta, no respetó mi plan de parto, me realizó maniobras totalmente desaconsejadas y obsoletas (rotura de la bolsa, Kristeller…), no detectó que Blai venía de cara.

Demostró no ser una buena profesional, o al menos, no tener un buen día. Pero claro, yo al cajero del Super le permito tener un mal día, y no escribo una carta de reclamación para quejarme de su actitud, pero a ella no.
Nota: Quiero destacar que el trato de las enfermeras una vez en planta fue genial. Entregadas, preocupadas, actualizadas en cuanto a lactancia materna, cercanas… ¡suerte de ellas!

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